"Tema del Traidor y del Héroe", cuento de Borges, autor nombrado por Piglia en Tesis del cuento
Tema del Traidor y del Héroe
Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y
exornador de elegantes misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó
la armonía preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez
y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores,
rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas
aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
La acción transcurre en un país oprimido y tenaz:
Polonia, Irlanda, La república de Venecia, algún estado sudamericano o
balcánico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es
contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el
siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El
narrador se llama Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del
asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo
nombre ilustra los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro
gris entre ciénagas rojas.
Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso
capitán de conspiradores; a semejanza de Moises que, desde la tierra de Moab,
divisó y no pudo pisar la tierra prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de
la rebelión victoriosa que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del
primer centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas;
Ryan, dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre que el
enigma rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la
policía británica no dio jamás con el matador; los historiadores declaran que
ese fracaso no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma
policía. Otras facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico:
parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así,
nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe, hallaron una
carta cerrada que le advertían el riesgo de concurrir al teatro, esa noche;
también Julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de
sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la
traición, con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio
en sueños abatir una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos
rumores, la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el
incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio,
pues aquél había nacido en Kilvargan. Esos paralelismos (y otros) de la
historia de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a
suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten.
Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que
propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran
desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas,
doctrina que da horror a las letras célticas y que el propio César atribuyó a
los druidas británicos; piensa que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus
Kilpatrick fue Julio César. DE esos laberintos circulares lo salva una curiosa
comprobación, una comprobación que luego lo abisma en otros laberintos más
inextricables y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que conversó con
Fergus Kilpatrick en día de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en
la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la historia ya era
suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es
inconcebible... Ryan indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más antiguo
de los compañeros del héroe, había traducido al gaélico los principales dramas
de Shakespeare; entre ellos, Julio César. También descubre en los archivos un
artículo manuscrito de Nolan sobre los Festpiele de Suiza: vastas y errantes
representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran
hechos históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro
documento inédito le revela que, pocos días antes del fin, Kilpatrick,
presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia de muerte de un
traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no coincide con los piadosos
hábitos de Kilpatrick. Ryan investiga el asunto (esa investigación es uno de
los hiatos del argumento) y logra descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo
también la entera ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por
su muerte abarcó muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El
país estaba maduro para la rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún
traidor había en el cónclave. Fergus Kilpatrick había encomendado a James Nolan
el descubrimiento del traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en pleno
cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas
irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a muerte a su
presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no
perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda
Idolatraba a Kilpatrick; la más tenue sospecha de su vileza hubiera
comprometido la rebelión; Nolan propuso un plan que hizo de la ejecución del
traidor un instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió que el
condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias
deliberadamente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que
apresuraran la rebelión. Kilpatrick juró colaborar en ese proyecto, que le daba
ocasión de redimirse y que rubricaría su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente
inventar las circunstancias de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro
dramaturgo, al enemigo inglés William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth ,
de Julio César. La pública y secreta representación comprendió varios días. El
condenado entró en Dublin, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras
patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria, había sido
prefigurado por Nolan. Centenares de actores colaboraron con el protagonista;
el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron
e hicieron perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada de
Irlanda. Kilpatrick, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que
lo perdía, más de una vez enriqueció con actos y con palabras improvisadas el
texto de su juez. Así fue desplegándose en el tiempo el populoso drama, hasta
que el 6 de agosto de 1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba
el de Lincoln, un balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe,
que apenas pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas
palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare
son los menos dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una
persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma
parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve
silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe;
también eso, tal vez, estaba previsto.
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